Cuentacuentos 30-7-2007
Frase de la semana:
“No hay mayor desprecio, que no hacer aprecio”
“No hay mayor desprecio, que no hacer aprecio”, solía decirme mi madre cuando llegaba angustiada del colegio, contándole las perrerías que mi compañero solía hacerme día tras día, creciéndose en sus actos, al tiempo que yo iba deprimiéndome cada vez más. Pero me resultaba muy difícil ignorar aquel palurdo de ocho años, compañero de pupitre en tercero de EGB. Me partía las cosas, me pellizcaba por debajo para que nadie lo viera, utilizaba todas mis cosas y así se ahorraba de llevar peso en su cartera, me tiraba de los pelos, me perseguía por todo el recreo, pegándome e insultándome. Y lo peor de todo, solía rebajarme y martirizarme más si cabía, cuantos más compañeros y compañeras estaban cerca y más aún, si se sentía observado.
Mi madre me decía, que si iba a hablar con el tutor sería peor, que en la vida me encontraría a muchas personas como ese niño y que debería de intentar hacer frente a la situación sin que ella interviniera.
Desesperada, decidí hacer exactamente lo que mi madre me aconsejaba. Lo que ella decía, es que a partir de ese mismo día, en vez de correr y llorar asustada, me riera a carcajadas con cada fechoría que me hiciera. Su teoría era, que le gustaba ver el efecto de miedo que causaba en mí y se creía valiente, pero que cuando viera que no le no le temía en absoluto y que sus impertinencias me hacían reir, al igual que se había ido creciendo con mis temores, se iría achicando con mi desprecio o mejor dicho, con mi indiferencia ante sus actos. Con la ayuda de mi madre, ensayamos en casa las reacciones que tendría a partir de ese momento, como si de una obra de teatro se tratara. Si la cosa fallaba, entonces si actuaría mi madre e iría a hablar con el tutor y con el director, pero me hizo comprender que mi relación con los bravucones en el futuro, dependería mucho del éxito y el interés que pusiera en solucionar yo solita mi problema con Pedro, que así se llamaba el compañero enemigo.
Llegué a clase y nada más sentarme en mi sitio, me arreó una patada en la pierna que casi hace que me saltaran las lágrimas de dolor, pero me contuve y le sonreí de un modo sugerente, que hizo que se quedara con la boca abierta. Tras unos minutos de tranquilidad, volcó mi cartera encima del pupitre, para coger mi lápiz y mi borrador. Al contrario de lo que hacía normalmente, extendí más aún todos los libros y cuadernos y saqué de entre ellos, una bonita regla color rojo y se la ofrecí. Quedó desconcertado por un ratito, pero inmediatamente empezó a escribirme papelitos diciendo: Fea, cara de mona, llorona, corbardica, que me iba a enterar cuando saliéramos al patio y otro montón de lindezas parecidas. A cada papel que escribió, me reí fuerte e hice gestos como diciendo “este chico está chalado”. Enseguida algunas compañeras se acercaron a leer los papelitos o me pedían que se los pasara para saber que ponían. Yo, haciendo la mejor actuación de mi vida, les enseñaba las notitas y me ponía la mano en la boca mientras reía, como queriendo contener la risa que tanto trabajo me costaba esforzar y fingir.
Llegó la hora del recreo y algunas de las chicas que se habían interesado dentro de clase, se unieron a mí para que explicara qué estaba pasando. Inventé que me había pedido ser su novia y que yo me negué, porque me gustaba el hermano de una compañera, que estaba en un curso superior al nuestro.
Empecé a hablar de todo lo que se me iba ocurriendo. La intención era atraer el interés de mis compañeros y no mirar ni una sola vez, para donde estaba el famoso Pedro, con los niños más desastrosos de clase. El cambio era radical, porque como se puede suponer, normalmente no apartaba la vista del dichoso niño, por temor a lo que estuviera tramando hacer.
Cuando volvimos a entrar en clase, parecía que la estrategia de mamá estaba resultando, porque no volvió a meterse conmigo el rato que aún quedaba de clase.
Como os podéis imaginar, salí del colegio eufórica, deseando contar a mi madre los resultados, pero mamá me advirtió que tendría que pasar un tiempo para que se aburriera y dejara de meterse conmigo definitivamente.
A los tres días y ya amainando la problemática llamada Pedro, decidí seguir con mi papel de actriz y le hice mi confidente, contándole una trola (que me inventé) de algo que me había hecho un niño del barrio mucho mayor que Pedro. Esto fue mano de santo, porque mi compañero pasó de ser mi pesadilla y mi tormento, a ser mi mayor defensor, atento y cariñoso.
Así fue como aprendí a conocer lo que significa la diplomacia, que tanto me ha ayudado en mi vida personal y laboral y hoy puedo atestiguar por experiencia propia que es cierto eso de que no hay mayor desprecio, que no hacer aprecio.
Marisela
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