
FRASE DE CARLOS: “Las turbulencias presagiaban lo peor”
Las turbulencias presagiaban lo peor en aquella noche encendida de un extraño rojo, que aún parecía embravecer más y más, al enfurecido mar. Las enormes olas rompían con una fuerza bestial sobre las rocas del desfiladero de la pequeña isla, coronada por el faro donde vivía desde hacía años Bernardo y su joven hija Virginia.
Bernardo, como cada noche, había subido a contemplar a la luna y al reflejo de plata fina que dejaba en las que consideraba sus aguas. Era el momento del día que más feliz se sentía y el verdadero motivo por el que había aceptado aquel trabajo años atrás cuando murió su esposa.
La luz del faro enfocaba al rompeolas, donde el mar embestía de un modo que daba miedo y eso que Bernardo, a lo largo de aquellos años se había hecho todo un experto en temporales.
Virginia subió también, asustada por el tremendo estruendo de las aguas y se puso al lado de su padre en los enormes ventanales, sintiéndose impotente ante tanta grandeza como tenían el privilegio de observar desde allí.
No podían creer lo que veían sus ojos, un cuerpo flotaba como si de una marioneta se tratara, mecido violentamente al compás de las grandiosas olas y se estaba acercando peligrosamente a la orilla. Sólo un pequeño montículo de arena, lo separaba de las afiladas rocas. El farero y su hija, se enfundaron rápidamente dentro de los chubasqueros de un luminoso amarillo y cada uno con una potente linterna en la mano, se dispusieron a descender por el empinado camino que llevaba hasta el rompeolas. Una vez allí, la angustia se apoderó de ellos, porque en más de una ocasión, la bravura de las aguas estuvo a punto de estamparlos contra las duras piedras.
De pronto, casi como un milagro, el cuerpo se estancó en el montículo arenoso, mostrando a una preciosa mujer de rostro pálido y sereno, con una hermosa cabellera negra que le cubría parte del torso desnudo.
El asombrado farero, desde lejos, pensó ver una hermosa cola de pez plateada como el reflejo que tanto le gustaba ver por las noches desde el faro. Se quitó el chubasquero y conforme la mujer se fue poniendo de pie, lo que a él le pareció una cola, se fue convirtiendo en unas piernas largas y bien torneadas.
Bernardo, perturbado por la visión que acababa de ver, tapó la desnudez de la mujer y la tomó en sus brazos hasta el faro, seguido de Virginia, que había permanecido un poco alejada del lugar, por orden de su padre y por respeto a la gran altura de las olas.
Al llegar al faro, aún Bernardo se estaba recriminando tantas historias como leía de sirenas y viejos marineros y seguía repitiéndose: ¡No puede ser, no puede ser! ¡Las sirenas no existen!
La joven Virginia, sacó ropas suyas para que la extraña y bella dama se vistiera y le ayudó a secarse, mientras Bernardo preparaba un chocolate caliente para reconfortarla por dentro.
Pasadas unas horas, donde se acomodaron cerca del fuego, a la desconocida mujer se le empezó a sonrosar las mejillas y comenzó a agradecer a sus salvadores el peligro que habían corrido por ir en su auxilio.
Pasaron los días y Bernardo, se sentía cada vez más atraído por Rosa, que así dijo llamarse la misteriosa dama.
No pasó mucho tiempo para que Bernardo le declarara su amor y pidiera a Rosa que se casara con él.
Entonces la joven enamorada, explicó a Bernardo, que ella era una sirena que desde siempre se había sentido atraída por la luz que le brindaba por las noches su faro y el rey del mar, compadecido del amor que ella sentía, le había dado permiso para salir. Si su amor era correspondido, viviría el resto de sus días como una auténtica mujer, pero si no era así, tendría que regresar pasado un mes, (para eso sólo faltaba tres días). También dijo a Bernardo, que si su hija no la aceptaba como madre, tampoco podría permanecer con ellos, pero la joven no debería jamás conocer la historia.
Bernardo se apresuró a hablar con su hija aquella misma noche, para contarle que le gustaría si ella estaba de acuerdo, casarse con Rosa. La joven, que había observado el interés y las miradas de ambos, llevaba hacía días propiciando el acercamiento y posterior declaración, pues se sentía feliz de poder contar con los consejos y la amistad de la que ella veía más que como madre, como hermana mayor.
Así fue como la sirena se quedó a vivir en el faro hasta que ambos murieron como humanos. Tras la muerte, pudieron vivir por siempre en el mundo de las profundidades alumbrados por el faro, cuyo farero pasó a ser su nieto mayor.
Marisela

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